19 de abril de 2018

MALLORCA VISTA POR CAMILO JOSÉ CELA

Por Malleus.

Que Cela es el escritor que mejor dominaba el lenguaje es una opinión personal mía. Siempre la he defendido, incluso frente a los que ese honor se lo atribuyen a Miguel Delibes. Don Camilo José era gallego, pero encontró en Mallorca un lugar ideal para desarrollar parte de su carrera. Tenía su casa en la Bonanova, muy cerca de la casa de los Pons, cuyo padre fue de los componentes de aquel "Contubernio de Munich" que tanto encocoró a Franco y uno de cuyos hijos, Félix, llegó a Presidente del Congreso de los Diputados. Seguidamente transcribo un artículo magistral del escritor en el que describe a Mallorca y a los mallorquines.

MALLORCA

     Mallorca, isla viva, es algo que ha de verse en los puros cueros del alma, y no debemos conformarnos con nombrarla por fuera, sino que debemos ensayar el bucearla en su mas recóndito ser.
     Los nórdicos solemos tener una especia de idolatría a ultranza por el Mediterráneo. Los mediterráneos, por el contrario --obsérvese que no hablo de los mallorquines, sino de los mediterráneos, en general-- suelen demostrar una rara y poco fácil de entender despreocupación por su propio mar, por su propio mundo.
     Es posible que esa idolatría nórdica por el Mediterráneo, más fuera originada por su color que por
su cultura. Ahora bien: este color del Mediterráneo, que tanto nos llama la atención, ¿no es, en cierto modo, un color culto? Pienso que sí. El Mediterráneo es claro porque su color está puesto al servicio de su cultura. Los verdes y los azules de sus aguas, y los oros y los sienas de sus tierras, son unos verdes y unos azules y unos oros y unos sienas cultos no solo porque están expuestos a una luz meridiana, sino también porque están henchidos de tradición, porque han sido fijados hace ya muchos siglos.
     El Mediterráneo es el mar originario porque es el mar que se asienta, con más solidas raíces, en la tradición. Para Eugenio d'Ors --respetado maestro-- todo lo que no es tradición, es plagio. El Mediterráneo es el mar que no tuvo mar al que poder plagiar, espejo en el que poder mirarse. El Mediterráneo es el mar prístino: el mar de los colores nobles --nobles por cultos, más que por colores-- y elementales, el mar de la claridad, el mar de la luz violenta y desnudadora.
     Y Mallorca, que es mediterránea, es clara hasta el dolor, luminosa hasta la ofensa, diáfana hasta la amargura. En Mallorca no asoma, como aflora en Sicilia, por ejemplo, o en las islas del mar Egeo, el fantasma atemorizador del pathos del mediodía, esa decoración que devora a las almas para devolverlas violentamente marcadas. Porque Mallorca tuvo la fortuna de ser incorporada al mundo cristiano por soldados catalanes y aragoneses, cerdañeses y provenzales, por gentes del Priorato y de las Cinco Villas, del Ampurdán y del pla tortosino, del Ebro y del Pirineo: por los hombres que desembarcaron en sus costas no en busca del oro, sino de la paz, esa paz que, en ocasiones, tiene tan duro precio; por gentes que llegaron para una caballeresca descubierta y cimentaron sus tiendas de campaña hasta convertirlas en sus nuevos hogares. Mallorca es isla que, por encima de todas las apariencias, no se asemeja sino muy externamente a ninguna otra isla mediterránea. De ahí su encanto y su primera originalidad.
     El individualismo mallorquín, ese individualismo español llevado hasta sus Últimas y más lejanas consecuencias, en poco se asemeja a las actitudes humanas y vitales de los mundos que rodean a su geografía. El individualismo del isleño es, en cierto sentido, gloriosa y orgullosamente anarquista. Ramón Llull y fray Junípero Serra son claros arquetipos de la pujanza del individuo mallorquín que, a solas --y como flecha lanzada por el tenso arco de su propio ánimo sobre la más remota diana--, es capaz de conquistar el mundo. 
     El mallorquín, quizá por individualista, tiene un claro sentido de la universalidad. El mallorquín ve la universalidad desde dos ángulos contrapuestos y extremos. La mesura que Séneca pedía hasta en el sufrimiento no es pez que navegue, al menos placenteramente, por nuestro mar. Estos dos entendimientos, tan dispares, de la universalidad, han creado dos tipos humanos tan curiosos como aleccionadores: el de los mallorquines que aspiran a no moverse jamás de Mallorca, pase lo que pasare en el mundo, y el de los mallorquines a quienes viene estrecho el mundo para sus afanes, sus proyectos y sus ambiciones. Los primeros son los que se sientan --diríase que previamente impermeabilizados a todo-- a ver pasar el variopinto cortejo extramallorquin que las agencias de turismo vuelcan con prodigalidad sobre la isla. Los segundos son los que llevan una intuitiva brújula en la cabeza y una inquieta aguja de marear en el corazón, los que necesitan acopiar paisajes y humanidades y oro y emociones: son los que saben --o adivinan, que tanto monta-- que el planeta Tierra es un pequeño corpúsculo del universo.
     Mallorca es tierra compleja, isla muy complicada y nada fácil, por cierto, de entender. Nada que sea hermoso es fácil de entender. A la violenta luz mallorquina, a la esplendorosa claridad del cielo, los problemas se enroscan, unos sobre otros, en maraña tan poco agradecida de caminar como el laberinto de Creta. De ahí que el viajero se sorprenda de lo que ya no se sorprende el hombre sedentario. De ahí también que el acostumbrado a los más velados y difíciles valores entendidos, se pierda en el directo navegar de otras mentes que, en nuestro ámbito, no buscan ni desean ninguna otra cosa que estar; no más --ni menos tampoco-- que estar por estar, que estar como la piedra del camino.
     Pero Mallorca es, también, muy sencillo estrato, muy elemental en sus más recónditos contornos, y absolutamente fácil, por cierto, de adivinar. Nada que sea hermoso es fácil de entender –dije--, ni
difícil de adivinar –añado--. A la brillante luz mallorquina, al rutilante claror del cielo de Mallorca, las maneras isleñas --corteses maneras de rendido mohín-- se dibujan, unas al lado de otras, en geometría tan grata de caminar como un campo de vetustos olivos maternos. De ahí que el viajero no se sorprenda de lo que ya --no de lo que aún-- sorprende al hombre sedentario: por ejemplo, el taumatúrgico e inagotable venero de la belleza. De ahí también que el mallorquín, hecho a las mas dignas y nobles y elementales formas de vida, se pierda en el farragoso revolar de otras mentes que, en nuestro paisaje, no aciertan a convertirse en carne de nuestra propia tierra, en polvo de nuestro mismo corazón.
     Siempre me ha emocionado amorosamente --desde que me percaté de ello, al poco tiempo de arribar a estas costas-- el no riguroso concepto y el sí exigente sentido, que los mallorquines tienen de la isla de Mallorca. Los mallorquines, en general y según pienso, ven a Mallorca como un providencial dique de bendiciones que les permite vivir, sin demasiados afanes ni inquietudes y dando largas toreras a la vida con el airoso y gentil capote de dos caras del clima y del paisaje.
     Pero Mallorca es más, mucho más, que su clima y su paisaje, aun juntos, porque en Mallorca viven --la vida de los pueblos es una sucesión de circunstancias, una cadena sin fin de coyunturas-- muchas Mallorcas: la Mallorca turística, pletórica, lozana, boyante, ordeñadora de la ubre pródiga de las vacas gordas; la Mallorca patriarcal, que se repliega sobre sí misma en busca de sus últimos cuarteles históricos; la Mallorca industrial y la artesana, en un mundo que nunca –quizá por artista-- les sonrió con una excesiva preocupación; la Mallorca agrícola ¡ay, los cuidados campos de Sa Pobla, con sus norias ancianas y sus nobles herramientas!-- con ilusionadora presencia en los firmes brazos que la sirven; la Mallorca que tiende sus redes por el mar de la sabiduría y de la tradición, la perseguidora del llobarro y del dentol, del pop trobiguera y la llagosta, del rafel y del pagell d'escata blava (entre mis papeles guardo, como oro en paño, más de mil nombres de la mar mallorquina), la Mallorca pescadora, que se afana en un mar en el que se señalan con más facilidad los bancos de ánforas milenarias que los bancos de peces vivos, lucidores y plateados.

CAMILO JOSÉ CELA

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